El otro día me quedé encerrada en el metro. Hará un par de meses, iba hacia la radio a hacer el programa, como todas las semanas, y el metro se averió, con lo que estuve atrapada en él aproximadamente media hora. Realmente lo que se averió no fue el propio metro, sino las vías, están de obras y es habitual que, de repente, el metro se detenga y un hijo de voz por megafonía anuncie que vamos a estar detenidos hasta próximo aviso, y que permanezcamos en nuestros asientos. Ya me ha pasado unas cuantas veces, a veces llego tarde al programa, otras ni llego. Lo que me ocurrió el otro día fue un poco mejor.
Iba al ensayo, para ir a ensayar he de coger un tren en la Estación del Norte. Nada más entrar en la estación noto un fuerte olor a goma quemada, me extrañé un poco pero no demasiado, a veces en las estaciones de ferrocarril cambian piezas de los trenes o utilizan productos que huelen fuerte, así que nada, me subo al tren y nos vamos. Pero cuando apenas había avanzado una estación, es decir, aún estábamos dentro de Valencia, el tren se detiene en seco y no se mueve. El tiempo va pasando, y poco a poco la gente se va empezando a poner nerviosa. Aquí, igual que en el metro, la gente espera unos minutos, y lo siguiente que hace es empezar a llamar por teléfono. Digamos que, si el tren se detiene en un determinado momento, a los cinco minutos está el cincuenta por ciento del pasaje llamando por sus teléfonos móviles, para decirle a alguien lo que acaba de ocurrir. Unos utilizan la excusa del retraso, otros la de lo curioso del asunto, pero casi todo el mundo llama, incluida yo, y todo son la única finalidad de recordarse a uno mismo que el mundo sigue ahí fuera, que hay vida que te espera en el exterior. Ese día yo llamé a los chicos, les dije que mi tren se retrasaba, que no sabía cuando iba a llegar al ensayo, porque el tren llevaba casi media hora parado y aún tenía que llegar. Cuando el tren se puso en marcha y la gente se subió en la siguiente estación, la noticia fue que el tren que iba justo delante del mío se había quemado, no había habido ningún herido ni nada, pero un vagón se había quemado. Claro, a ellos les había informado el jefe de estación, a los que íbamos dentro no podía informarnos nadie más que el conductor, y yo, sinceramente, si fuera conductora de tren y el comboy de delante del mío se estuviera quemando, no creo que se lo dijera a los pasajeros de mi tren. Yo, como pasajera, prefiero no saberlo, la verdad. Ese día llegué casi una hora tarde al ensayo. El tren por lo menos va por encima de la tierra, ves el paisaje y la luz, eso tranquiliza un poco. Lo del metro es más jodido, porque el túnel es negro como la boca de un lobo, y sientes el miedo mirándote a la cara. Lo bonito de estas cosas es que la gente, en el fondo, tiene miedo, a nadie le gusta estar encerrado en una especie de gusano hueco y estanco, y eso le hace establecer conversaciones con los otros pasajeros, simplemente para intentar distraerse o pasar el rato un poco más ameno, por eso hablan por teléfono con el exterior. Hay veces que conozco a gente en los trenes a la que, de verdad, me gustaría volver a ver, eso sí, en otras circunstancias.
Y claro, los días de lluvia tampoco es que sean muy alentadores para coger trenes, porque ya me ha pasado alguna vez Un día de septiembre del año pasado, cuando Luismi aún iba en tren a ensayar (ahora va en coche) y cogíamos los dos el tren en Valencia, nos pasó algo parecido. Recuerdo que fue Septiembre porque Juanjo aún no había vuelto de Berlín, y ensayábamos los cinco, sin Juanjo. Y recuerdo que las lluvias fueron tan torrenciales que las vías se rompieron y tuvimos que cambiarnos tres veces de tren para llegar a Castellón. Ese día llegamos hora y media tarde. Fue una pena, porque el ensayo fue muy breve, llegamos tan tarde que cuando empezamos casi teníamos que volvernos ya a Valencia. Pero fue bonito, recuerdo que Luismi llevaba un paraguas hecho un asco, medio roto, y cada vez que teníamos que cambiarnos de tren abría el paraguas y a mi me daba una risa tremenda, el tren lleno de gente enfadada que corría de un lado para otro y nosotros dos y el bajo debajo de un paraguas medio roto, con las varillas fuera, jeje. Ese día se me ocurrió una canción que ahora tocamos en los directos y con la que nos lo pasamos muy bien, y cuyo nombre no pienso revelar hasta su debido momento. De todo se saca algo bueno.
¿Y esto a qué viene? Pues que hoy hace un día de perros, y tengo ensayo. A ver a quién conozco esta vez... De momento, me quedo con el título del disco de La Hora Violeta, que es precioso. Antes pensaba que odiaba la lluvia, pero cada vez me doy más cuenta de que no, y si no me remito a Madrid el año pasado, Iván a veces me lo recuerda, cuando íbamos a coger el coche para ir a Radio 3 y llovía a mares por la Gran Vía de Madrid, y yo iba chorreando agua, el pelo me goteaba, y me reía sin parar. En el fondo creo que me gusta que llueva. Pero, pese a eso, espero que no sea infinitamente.
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